lunes, 10 de marzo de 2014

Angkor Wat, redescubriendo Camboya

Cuando estás en tu ciudad, hay sitios que nunca visitas. Suelen ser los sitios más turísticos; los que visitan los extranjeros, los más fotografiados. Quizás no lo haces porque crees que ya los has visto muchas veces y que nada de ellos te puede sorprender. Quizás porque están cerca y crees que puedes verlos cuando quieras. Sea como fuere, el caso es que sólo te reencuentras con ellos cuando vienen a visitarte. Entonces sucede que parecen tomar una nueva dimensión y que, de algún modo, redescubres tu ciudad. Yo este fin de semana he redescubierto Camboya.

Gracias a la visita de Adriana y Cristina, amigas de Carlota, he tenido la ocasión de volver a ver los templos de Angkor. En las escasas dos semanas que han estado aquí, probablemente hayan visto lo mismo que muchos durante un año. Es lo que tiene la consciencia de que el tiempo es escaso y hay que aprovecharlo. Para su último fin de semana en Camboya, habían reservado los templos de Angkor Wat; era un punto obligado en su recorrido.

Adriana, Cristina, Carlota y yo frente a Angkor Wat

Decidido el destino y fijada la hora de partida, el viernes a las cuatro, el viaje comenzó con los "típicos" imprevistos de última hora. La furgoneta que nos tenía que recoger para llevarnos a Siem Reap estaba ya allí. El problema es que "allí" era de verdad allí, nuestro destino. Tras unos momentos de incertidumbre, se impuso el "ot panhajá" tan típico de aquí, una suerte de "hakuna matata", ningún problema. En apenas quince minutos dispusimos de otro taxi que nos llevaría al norte de Camboya. Mientras lo esperábamos, comenzó a consumirse el fondo común que habría de servirnos para tomar las primeras cervezas en la ciudad de los templos. Así se haría el viaje más llevadero.

Phnom Penh y Siem Reap están separadas por unos trescientos kilómetros. Las condiciones de la carretera hace que parezcan más bien quinientos y, siendo como era de noche, casi mil. Si salimos de la capital a eso de las cinco, no llegamos sino hasta bien pasada la media noche. En el camino nos dio tiempo a cenar en un pueblo perdido donde seríamos, seguro, los primeros extranjeros que pasaban. Pudimos contar innumerables bodas y saltamos, casi volvamos, sobre infinitos baches. Afortunadamente, la guest house nos esperaba.

A la mañana siguiente nos tocaba despertarnos pronto para ver la salida del sol sobre los templos. Apenas contábamos con tres o cuatro horas de sueño. Sin saber cómo, somnolientos, nos montamos en un tuk tuk y a las seis de la mañana, puntuales, estábamos en la taquilla de entrada. Unos minutos más tarde, al amanecer, y con el cielo todavía cubierto frente al templo de Angkor Wat, una frase venía a mi cabeza: "vingt siècles vous contemplent". La frase no la aprendí de Napoleón, sino de Panoramix, y mi visión no era las pirámides de Egipto, sino los templos de Angkor Wat. Los siglos también eran algunos menos, pero la sensación de estar en otro mundo era real.

A pesar de que unas nubes impedían que el sol rompiera, la nave principal de Angkor Wat se comenzaba a reflejar con claridad en un estanque que, incluso al final de la estación seca, albergaba bastante agua. Se erguía majestuoso, solemne, casi mágico. Los cientos de personas que nos reuníamos en ese momento guardábamos un silencio respetuoso.

Amanecer sobre Angkor Wat en un día nublado

Tras ese momento mágico, algo más mundano, el hambre, nos recordó que apenas habíamos cenado la noche anterior. Uno tras otro, varios niños camboyanos nos recordaban cuál era el puesto de comida de su familia. James, como Bond, así decía llamarse uno, nos decía que su puesto era el 007. Justin, como Bieber o Timberlake, nos invitaba al 99. La mezcla de turismo y negocio se palpaba en cada metro. No recuerdo cuál elegimos, pero sí que nos supo a gloria, especialmente la leche condensada.

Tras habernos dado un poco de tiempo, el que nos permitía alejarnos de la marabunta, comenzamos el recorrido tradicional: Ankor Wat, Bayon, Baphuon, la Terraza de los Elefantes, Ta Prohm y Banteay Kdel. Cada templo tenía algo que lo hacía especial. El complejo de Angkor Wat es impresionante. Lo son sus estanques, la muralla, sus mosaicos, sus cinco niveles de altura que hacen que siempre mires hacia arriba y las estancias que difícilmente puedes imaginar llenas de vida. En Bayon, el templo de las mil caras, uno se siente observado por cada una de ellas. Lo hacen de alguna manera a pesar de tener, todas, los ojos cerrados, como meditando. Te acompañan durante la visita, te guían y, ciertamente, te hacen pensar.

Tras Bayon, encuadrado en el complejo de Angkor Thom, visitamos Baphuon, bien conservado y con su Buda tumbado. Delante de Baphuon se encuentra la Terraza de los Elefantes, llamada así por los relieves que la presiden. Inmensa, sobre una gran explanada, uno se puede imaginar como desfilaban delante de ella los ejércitos victoriosos del rey tras las campañas militares. Después de la ciudad de Angkor Tom, nos dirigimos a Ta Prohm, el templo de la decadencia. En medio de la selva y oculto por ésta, gigantescos árboles todavía lo consumen. Intermibables raíces que provienen de los lugares más inverosímiles, abrazan sus ventanas y las engullen ahogando la piedra. Ésta, sin embargo, resiste. No como nosotros que, por entonces y tras horas andando bajo un calor sofocante, nos moríamos de hambre. Sinouen, nuestro conductor de tuk tuk, nos llevó al restaurante más cercano con el único requisito de que tuviera aire acondicionado. Finalmente fue sólo un ventilador, pero nos sirvió igual.

 Pináculos de Angkor Wat, cara de Bayon y árbol devorando un muro de Ta Prohm

Repuestos ligeramente, nos dispusimos a visitar el último templo que queríamos ver: Banteay Kdel. Desde allí y sin descanso, volvimos a la ciudad y paseamos por las calles de Siem Reap, donde viven los herederos de la cultura que habíamos conocido desde la mañana. Poco o nada tienen que ver. Quizás tengan en común cierta decadencia; la de lo antiguo de los templos y la de los valores de una sociedad que vive volcada en un desarrollismo "a toda costa". En cualquier caso, lo pasamos bien. La oferta de ocio parece haber mejorado algo desde la última vez que estuve. Cocktails, cena, helados y varias cervezas después, incluso arañas y foot massage, el recuerdo de que al día siguiente debíamos madrugar para volver a Phnom Penh, nos hizo volver a la guest house. El viaje de vuelta sería un barco, un bote más bien. Con él se completaba un viaje que comenzó en taxi y siguió en tuk tuk. Sin más baches que alguna ola suelta, siete horas después de cogerlo, estábamos de vuelta en la capital.

Anexo:

Mapa de los templos

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