domingo, 25 de agosto de 2013

Oun, 11 años

Hoy, en una jornada típicamente turística, mi hermano se ha enfrentado a la negociación más compleja e interesante desde que está en Phnom Penh. Tras pasar la mañana en el barrio BKK1, asfixiados por el calor y la humedad, tomábamos una cerveza en una de las terrazas de Preah Sisowath Quay, el paseo por la rivera del Sap. Sentados cómodamente con una jarra de Angkor a medio empezar, se aproximó a nosotros una niña que pretendía vendernos alguno de los productos que traía bajo el brazo.

Tras la incómoda sensación de no saber cómo reaccionar y prevenido por mi parte sobre la manera más adecuada de tratar a los niños callejeros - esencialmente no darles dinero - mi hermano se limitó a preguntar a la niña su nombre y su edad. Son, por otra parte, las pocas cosas que sabe decir en khmer. Probablemente a continuación le diría que muchas gracias y que se fuera a descansar. Para nuestra sorpresa, la niña contestó en un perfecto inglés: "Mi nombre es Oun y tengo once años". Continuó, y en un intento de prolongar la conversación para más tarde hacer negocio con nosotros, nos preguntó de dónde éramos. "De España", le respondimos. La conversación siguió así:
- ¿De dónde creéis que soy yo?
- De Camboya.
Dijo mi hermano.
- De Udong. Dije yo, pretencioso, para demostrar mi conocimiento de las provincias camboyanas.
Tras una pausa, Oun contestó:
- Vengo de papá y de mamá. Reímos los tres.
Desarmados por su desparpajo nosotros y consciente ella de que lo estábamos, comenzó a ofrecernos los productos que llevaba bajo el brazo. Libros, DVDs, pulseras. Empezó con éstas últimas. Tres por dos dólares. Evidentemente caro. Continuó por los libros. Nos los ofrecía por cuatro, sorprendentemente baratos en comparación con las pulseras. Viendo en nuestros ojos que quizás nos podría interesar alguno de los libros, comenzó a recitar los títulos de los que tenía. Incluso nos hizo una breve reseña, siempre en inglés, de los que le parecían más interesantes. Probablemente eran los que se vendían mejor.

Tras un momento de indefinición, le propuso a mi hermano un juego. Si ganaba ella, mi hermano le debería comprar el libro no por cuatro, sino por cinco dólares. Si perdía, se comprometía a venderlo por dos. "A veces pierdo", dijo. El juego que nos proponía no era otro que "Piedra, papel o tijeras". Mi hermano y yo nos miramos y, sinceramente, no pudimos decir que no. Yo me erigí en árbitro y ellos dos jugarían al mejor de cinco. Para ese momento supongo que ya teníamos decidido comprar el libro. Supongo que ella también lo sabía y que si perdía, le pagaríamos al menos los cuatro dólares que pedía inicialmente.

¡1, 2, 3! Comenzaron a jugar y tras varios "lanzamientos" llegaron a estar empatados a dos. Mi hermano, seguro de sus oportunidades, ganó el tercer punto. Oun, viendo que perdía, me miró y dijo "Es al que primero gane cinco". Como árbitro y a pesar de las lógicas protestas de mi hermano, no pude sino sucumbir ante Oun y darle la razón. Poco después ella ganó. Con un gesto victorioso sacó el libro que creía que interesaba a mi hermano y le recordó: "Son cinco dólares. Es una historia muy bonita". Sin darse por vencido por lo que entendía un resultado injusto, mi hermano continuó negociando con ella y, finalmente, obtuvo un precio de tres dólares y medio. "Apenas me has dejado margen, yo los compro por tres", refunfuñó graciosa Oun.

Satisfecha por su venta, se disponía a marcharse. Nosotros quisimos preguntarle si iba al colegio y nos nombró uno de la zona. "Trabajo los domingos, cuando no hay clase". Ojalá sea así, su nivel de inglés parece confirmarlo. Sea como fuere, la historia ilustra a la perfección la situación de muchos niños en Camboya. Una situación que muchos queremos mejorar.

Mi hermano y Oun

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