sábado, 17 de agosto de 2013

Kilómetro 78

Esta semana he tenido la oportunidad de visitar Kampot junto con unos compañeros de PSE, algunos de ellos ya amigos. Salvando los miles de kilómetros de distancia, el viaje bien podría haber sido un viaje en el tiempo a la España de hace setenta años. Cada experiencia que he vivido me ha evocado las cosas que me contaba mi padre de su infancia y juventud.

El viaje comenzó como lo hacen las películas de los años cuarenta. Un viaje a ninguna parte en una antigua furgoneta llena de gente. Cajas, maletas y comida ocupaban cada rincón del coche, por minúsculo que fuera. Las carreteras de Camboya son como aquellas antiguas nacionales de España. Aquellas que sólo tenían un carril por sentido y mal asfaltado. Aquellas que cruzaban cada pueblo pasando por el mismo centro en vez de rodearlo. Aquellas que se hacían eternas, que parecían no acabar nunca. Los robles y los chopos que, según mi padre, las flanqueaban, se sustituyen aquí por palmeras y mangos. Los paisajes infinitos de trigo, tan amarillos en verano, son en Camboya verdes arrozales que se extienden más allá de donde alcanza la vista. Los campesinos los trabajan a mano. Sumergidos en agua hasta las rodillas, recogen meticulosamente el arroz que pueden cultivar durante la estación de lluvias. Vacas y bueyes buscan la sombra y rumian mientras descansan. Son las únicas herramientas de carga y arrastre.

La llegada a Kampot hizo olvidar las horas de viaje y cualquier vestigio de la gran ciudad, cualquier recuerdo de su vorágine y de la aún incipiente modernización de Phnom Penh. El ritmo de la provincia es distinto. La gente es distinta. Incluso los menús cambian. Por la proximidad al mar y al Kamchay, el gran río que la cruza, la dieta está plagada de marisco y pescado. Son muchas las familias que recogen los mismos cangrejos que más tarde ofrecen a los visitantes como si del mejor de los manjares se tratara. Así lo hacía mi padre cuando los cogía del río. Era uno de los pequeños placeres de los que disfrutaban en el pueblo. Ahora el río lleva menos agua y ya no hay cangrejos.


En las jornadas de trabajo que me han llevado a Kampot no ha faltado tiempo para convivir como lo hacen los camboyanos, quizás como lo hacíamos nosotros hace muchos años. Durmiendo varios compañeros en la misma habitación, como lo hacía mi padre con sus hermanos, las charlas se extendían hasta bien entrada la noche. Los desayunos y las comidas debían ser como eran los de aquellos tiempos. Un plato principal en el centro para compartir por todos los que sentaban en torno a él. La cuchara más rápida sería la que mejor comería. Y tras la comida o la cena, siempre la tertulia, sin televisión o sin una televisión que pudiéramos entender. Para pasarlo bien, cosas sencillas, un baño en el río al acabar de trabajar, música, baile. Quizás la única diferencia con respecto a hace setenta años es que un ordenador o unos altavoces reemplazaban a la orquesta. Así durante tres días. Tres días de desconexión de la realidad o de conexión con otro tiempo.

La vuelta a la ciudad no podía quedar exenta de sorpresas. Casi en blanco y negro, como si de la posguerra española se tratara, un control policial pretendía disuadir a los habitantes de la provincia de acudir a protestar a la capital por los todavía inciertos resultados de las elecciones. Poco después del control, una de las ruedas de la furgoneta pinchó. Resultaba anacrónico, como de otra época. Apenas recuerdo la última vez que pinché la rueda de mi coche. Apartados en la cuneta jugamos con gatos, tuercas y llantas.


Fue allí, en el kilómetro 78 de la carretera de Kampot a Phnom Penh, donde comencé a reflexionar sobre todo lo que conectaba mi viaje con las historias de mi padre. Las carreteras, los paisajes, las costumbres, todos me han recordado a la forma de vivir de la que me hablaba. Quizás al leerlo él también se sienta reconocido. Me alegra haber disfrutado del viaje, poder contarlo de esta manera y, sobre todo, poder decir que tras hacerlo entiendo mejor a mi padre.

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